martes, 23 de abril de 2013

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Un medio anacrónico

Atención, señoras y señores, porque tengo una teoría. Bueno, más bien es una opinión fundada y convencida. Verán, es la siguiente: el nivel de “merecimiento de pena” de ver la televisión en cada momento es directamente proporcional al tamaño del encaje y la cantidad de santos que le caben encima. Así de simple. Y no digo esto porque sea un entusiasta defensor de la artesanía de los bolillos ni un devoto seguidor de la imaginería cristiana, sino por una cuestión diferente: cuanto más fina se vuelve la televisión, más anacrónico me parece su uso.

Conste que digo esto en términos de funcionalidad televisiva y no de calidad. Aunque, de ser de esta última manera, el descenso final de la gráfica sería similar (o más acentuado), la línea general sería un ascenso que, llegado a determinado culmen, no haría más que perder (y a qué velocidad).

Pero bueno, de lo que estamos hablando es de la utilidad de la televisión.

Típica familia disfrutando del espectáculo televisivo.
Y el aparato con sus cositas encima, como Dios manda.
Es comprensible que, durante toda la segunda mitad del siglo XX, la televisión protagonizara el papel principal en la rutina de la población e, incluso, en sus hogares (como ya han afirmado otros con mucho más conocimiento que yo en estas cuestiones). Al fin y al cabo, se presentaba como el único medio capaz de dotar de una imagen instantánea a un acontecimiento presente; es decir, la única forma de ver en casa lo que está pasando fuera de casa. Es indiscutible que la televisión trajo consigo unas desventajas considerables, como unas dosis de espectacularidad que llevaron a ciertos cambios fatales en las rutinas periodísticas que aún estamos sufriendo, pero su uso en aquel momento era coherente. Bajo el estandarte del “directo”, las familias se congregaban frente al aparato para ver al hombre llegando a la Luna o al rey de España consolidando la democracia. Y era su única forma de hacerlo (lo de informarse, no lo de la consolidación democrática).

Del entretenimiento, que también existía en la televisión, no hablaré, porque como tal no era algo que no pudiera tenerse en la calle y, por lo tanto, tampoco necesitaba (ni necesita) de la caja tonta para existir.

Pero estamos en el momento presente, y la televisión, tal y como se ha concebido siempre, no tiene ya ningún sentido. No sólo el estatismo físico al que obliga, con mayor restricción que cualquier otro medio, es una razón para argumentar esto, sino una cuestión más importante y centro de esta crítica: la casi total ausencia de fomento de un pensamiento propio por parte del espectador. La televisión es el medio de comunicación que menos espacio deja para la creación por parte del público: no permite releer sus contenidos (como en la prensa), da una versión propia, mediada y “masticada” tanto de su ámbito visual como del sonoro (como no ocurre en la radio) y, por supuesto, se encuentra totalmente intervenida por la ideología, los intereses y los mensajes de sus dueños (como ocurre prácticamente con todos). Que en plena eclosión del Internet, con la capacidad de auto-información y libertad de pensamiento que permite por parte de cualquier individuo, se alcancen los niveles más altos de índice de audiencia para las cadenas generalistas de la televisión es algo tan inaudito como clarividente: como siempre, queremos que nos lo den todo hecho.

Desgraciadamente, y aunque cada vez ocupa menos espacio, la televisión parece seguir siendo el credo generalizado de la mayoría de los españoles. Un credo que ha sustituido al anterior, colocado encima, sobre manteles de encaje.

Un dogma por otro.

Francisco J. Romero G.

2 comentarios:

  1. chapeau por tu entrada, una de las mejores que he leído hasta el momento sobre la TV;)

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