domingo, 10 de marzo de 2013

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Por la libertad de ser

No cabe duda de que el cine, desde que comenzó su historia, es un medio capaz de reflejar las creencias, las pasiones y los miedos de la sociedad de su momento; un poderoso instrumento que, con mayor o menor intención de trascendencia, ha engendrado películas que hablan de humanidad, violencia, respeto, intolerancia o amor y son capaces de mostrar valiosísimas lecciones. Philadelphia (1993) es una de esas películas.

La ciudad homónima estadounidense de finales de los años 80 es el marco social y físico en el que se desarrolla la historia. La época de cambios modernizadores que reformulaba las bases de la sociedad americana, ante las nuevas realidades de libertad y progreso, se encontraba de frente con su principal obstáculo: los prejuicios y el cinismo de la gente. La homosexualidad todavía se veía como una lacra minoritaria que, por desviarse de “lo que debe ser”, se merecía lo que le ocurrió: ser el caldo de cultivo de la terrible enfermedad del sida, la peste gay, cuando ésta era todavía y en gran parte desconocida. El colectivo homosexual, que continuaba apartado por la sociedad en el rincón mas lejano de la conciencia publica, se saciaba clandestinamente y en la noche.

Andrew Beckett (Tom Hanks), joven y prometedor abogado de Philadelphia, es despedido de su trabajo cuando sus jefes se enteran de que padece sida, razón por la que decide demandar a la empresa con la ayuda de otro abogado (Denzel Washington) y siempre con el apoyo de su pareja (nuestro orgullosamente malagueño Antonio Banderas). Las fantásticas interpretaciones de estos tres actores, posteriormente consagrados, y especialmente la de un jovencísimo Tom Hanks, demuestran una profesionalidad no exenta de valentía, ante la negativa de bastantes otros actores a los que también se les ofertaron los mencionados papeles.

Pero no es eso lo que convierte a Philadelphia en una película tan memorable, sino la dignidad con la que trata la condición homosexual. Alejándose de los tópicos de su época (y, todavía, de la nuestra) consigue mostrar la relación de una pareja gay sin pompones, plumas, amaneramientos, ni colores chillones: sólo con la silenciosa compenetración de dos hombres que se aman. Así de simple. Hanks y Banderas no se besan en ningún momento de la cinta; y es que no hace ninguna falta.

Philadelphia significa “la ciudad del amor fraternal” y es éste el último y más importante objeto de la película: el amor entre seres humanos, el amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos... El amor en todas sus expresiones, sin importar en forma alguna entre qué sexos se manifieste.

Por eso, merece ser vista y tenida siempre en cuenta para concienciarnos de lo importante que es respetar las elecciones que cada cual ha hecho con su vida, en su libertad de ser. Y para convencernos, por encima de creencias instauradas desde la infancia, de que lo importante no es ninguna de las características del objeto del amor, sino el amor en sí, sincero y tal cual.

Nota obligada: en el ecuador de la película se produce un momento inolvidable. Andrew, en un avanzado estado de su enfermedad, escucha el aria La mamma morta de la ópera Andrea Chénier (que adjunto para su escucha) mientras traduce su letra. La preciosa música, su significado y la historia de Andrew dan lugar a una de las escenas más maravillosas que he visto nunca en el cine. En ella, estamos viendo a un hombre intentando aferrarse a la vida mediante lo que más vivos nos hace: el amor.


Francisco J. Romero Guerrero

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